POR
JULIO BAHAMON VANEGAS
Y
del exprocurador Mario Aramburo al actual procurador General de la Nación.
En
los relatos históricos del país existe un episodio que, más allá de ser una
anécdota, conserva un inmenso valor ético e institucional. Ocurrió durante el
gobierno del presidente Carlos Lleras Restrepo, cuando el entonces Procurador
general de la Nación, doctor Mario Aramburo, le dirigió un llamado de atención
formal por haber pronunciado un discurso que, a juicio del Ministerio Público,
desbordaba los límites de la neutralidad política que está obligado a guardar
el jefe del Estado.
El
asunto ocurrió en 1970 en plena campaña electoral, cuando el presidente Lleras
intervino en un acto público en el barrio Kennedy de Bogotá para defender la
obra de su administración y criticar la posibilidad de un retorno a la
dictadura, en clara alusión al movimiento de la Anapo del exgeneral Gustavo
Rojas Pinilla, exdictador de la república en 1953. El Procurador, celoso
guardián del principio de imparcialidad, considero que el presidente, al
pronunciar ese discurso, había cruzado la delgada línea que separa la gestión de
gobierno del proselitismo político. Y así se lo hizo saber de inmediato
enviándole una carta pública que aún hoy es un ejemplo de decoro y de ética
pública.
Traigo
a cuento este episodio de la historia republicana porque estoy muy preocupado
por lo que está sucediendo hoy con la conducta parcializada y agresiva del
presidente Gustavo Petro, quien arremete
todos los días, no solo para defender lo indefendible que es su desastroso
gobierno sino, que se ha dedicado a
amenazar al integridad física de los candidatos y dirigentes de la oposición,
sin que medie ninguna advertencia por parte del Procurador Dr. Gregorio Eljach
Pacheco, representante del Ministerio Publico. Peor aún, lo que escuchamos: Al
mismo procurador sacándole el bulto a sus obligaciones constitucionales.
En
el caso del presidente Carlos Lleras, la procuraduría lo hizo con fundamento en
la Constitución y el principio que rige toda función pública: el de la
imparcialidad. Tanto ayer como hoy, la administración del Estado pertenece a
todos los ciudadanos, no ha un partido ni a un grupo ideológico determinado.
Esa
lección sigue vigente, medio siglo después, la Constitución de 1991, en su artículo
209, establece que la función administrativa debe desarrollarse con fundamento
en los principios de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad,
imparcialidad y publicidad. Sin embargo, en los últimos tiempos hemos visto
como ese principio se erosiona peligrosamente. El principio republicano de
neutralidad del poder público es, en últimas, una condición indispensable para
la confianza ciudadana en las instituciones. Si un gobierno interviene en las
elecciones, pierde su condición de árbitro y se convierte en jugador.
Por
esa razón, señor Procurador, su entidad debe actuar siempre, como la mujer del
Cesar: sin mancha y sin duda.
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