Esta sentencia bíblica “si la
sal se daña, ¿con que se salara la tierra? Resume de manera dolorosamente
precisa el estado en que se encuentran los partidos políticos que pretenden ser
la solución a los graves problemas que amenazan la democracia.
Lo que vemos no es simplemente
una falla interna, es una descomposición de la esencia misma de los partidos
que dicen defenderla.
El mecanismo de otorgamiento
de avales para las candidaturas al Congreso se ha relegado a un espectáculo
lamentable, profundamente antidemocrático. Mientras la Constitución exalta la
participación ciudadana como pilar del sistema político, en la realidad reina
el bolígrafo y las consejas que se viven al interior de las colectividades
políticas.
Ya no existen las viejas y
valiosas asambleas regionales, esos espacios donde delegados de los municipios
escuchaban a los aspirantes, analizaban propuestas, confrontaban liderazgos y,
finalmente escogían de manera transparente por mayoría de los asistentes a los
candidatos aplicando el método del cociente electoral. Eran un procedimiento
legítimo, participativo y profundamente democrático.
Hoy, ¿cómo pretenden que la
gente salga a votar a respaldar unas listas construidas a puerta cerrada, si a
la comunidad nunca la llamaron, nunca la escucharon y jamás le consultaron su
opinión? ¿Cómo exigir entusiasmo, compromiso o militancia si quienes siempre
sostuvieron a los partidos han sido descartados del proceso como si no
existieran? Los partidos quieren votos, pero desprecian a los electores,
negándoles participación.
Peor aún: en algunos
departamentos, y en otros niveles, las decisiones están infiltradas por
personas cuyo único criterio es la simpatía o el odio personal hacia los
aspirantes. Esos personajes, que bien conocen las directivas, no son líderes
legítimos ni representan a nadie. Son operadores de intereses personales,
venganzas internas o alianzas circunstanciales. Sus prácticas son burdas como
indignantes: simulan reuniones que nunca ocurren, alteran actas, se cambian
fechas sin notificar, se bloquea deliberadamente a quienes representan
renovación o nuevos y valiosos compromisos. Se cierran puertas, se silencian
voces y se manipulan procesos para halagar al jefe, y luego tienen el descaro
de exigir unidad.
Así, ¿cómo no sentir
vergüenza? Vergüenza, por lo que ha llegado a ser un partido que, en su
historia, defendió causas nobles, convoco multitudes y represento esperanzas
colectivas. Porque un partido que diluye
su integridad, deja de inspirar y deja de representar a nadie.



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