Por J.S. Valest (Crítico de
Arte Europeo).
En la topografía emocional de Pitalito,
hay coordenadas que funcionan como bisagras entre dos mundos. Una de ellas se
encuentra en la intersección de la Carrera Cuarta y la Carrera Segunda. Allí,
donde el calor y el pulso del Valle de Laboyos imponen la urgencia del
presente, se erige una estructura que obliga a detener el tiempo. Flanqueada
por el Cementerio Antiguo, esta plazoleta ha transitado de lo funerario a lo
social, reclamando la memoria no como un acto de luto privado, sino como un
deber cívico ineludible.
El entorno se caracteriza por
una potente yuxtaposición. Al fondo, un mural o pintura pública exhibe con
orgullo la estampa de un caballo de paso fino. La vida sigue su curso. Justo
allí, en medio de ese torrente vital que celebra lo visible, la obra concebida
por Tata irrumpe.
La estructura es una
meditación sobre el trauma y la resurrección. De una base de concreto gris,
dentada e irregular, emerge una verdad monumental. Desde una perspectiva
predefinida, esa "herida abrupta que deja la desaparición" toma
forma: la silueta de Armando Narváez. Es una revelación impactante. El rostro
del líder político, esculpido con la fuerza de un huracán, emerge de la piedra
misma, reclamando su lugar en la plaza pública. Por encima de esta figura
pétrea, una escultura de siluetas oscuras asciende, ganando altura y claridad
hasta culminar en una paloma blanca, inmaculada, que sostiene una flor en el
pico. El arte aquí no solo denuncia, sino que presenta al desaparecido. El muro
curvo de ladrillo rojo, cálido y térreo, abraza el espacio, trazando un límite
ceremonial que separa el olvido de la presencia.
En el centro de gravedad de
este conjunto descansa una placa de mármol con una sentencia que desarma
cualquier justificación bélica:
“La vida no se mata, aunque se
difiera entre humanos”.
La frase posee la elegancia de
una ley física. Al elegir la palabra "humanos", el autor despoja el
conflicto de su narrativa pasional y lo traslada al terreno de la razón. La
diferencia de pensamiento es un atributo de nuestra especie, no una licencia
para su exterminio. La sentencia resuena con la frialdad de un hecho científico
y el calor de una súplica ética.
Bajo esta premisa universal,
un nombre propio ancla la filosofía a la tierra: Armando Narváez.
El comerciante y líder que
desafiaba el consenso no es solo una estadística. Su historia es la encarnación
del borrado. Él era el hombre que, un día cualquiera, se dirigió a Guadalupe en
su motocicleta Suzuki, azul cielo. La moto, de un color que evoca la ligereza y
la libertad del horizonte, se convierte en el último rastro tangible.
Desapareció, como si nada, para no volver.
La articulación de la obra es
virtuosa. La frase nos dice que la vida es sagrada; el nombre de Armando nos
recuerda que esa ley fue violada; y la imagen de su partida en un vehículo azul
cielo subraya la brutalidad de un crimen que se ejecuta contra la misma
posibilidad de la paz. Pero la obra va más allá: no solo recordamos a Narváez,
lo vemos emerger, perfilado, de la piedra que intentó borrarlo. Su memoria y la
de todos los desaparecidos persisten, inscritas y visibles para siempre en el
corazón del Valle de Laboyos.


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