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domingo, 23 de noviembre de 2025

LA GEOMETRÍA DE LA AUSENCIA: CUANDO EL MÁRMOL REFUTA LA MUERTE

Por J.S. Valest (Crítico de Arte Europeo).

 

En la topografía emocional de Pitalito, hay coordenadas que funcionan como bisagras entre dos mundos. Una de ellas se encuentra en la intersección de la Carrera Cuarta y la Carrera Segunda. Allí, donde el calor y el pulso del Valle de Laboyos imponen la urgencia del presente, se erige una estructura que obliga a detener el tiempo. Flanqueada por el Cementerio Antiguo, esta plazoleta ha transitado de lo funerario a lo social, reclamando la memoria no como un acto de luto privado, sino como un deber cívico ineludible.

 

El entorno se caracteriza por una potente yuxtaposición. Al fondo, un mural o pintura pública exhibe con orgullo la estampa de un caballo de paso fino. La vida sigue su curso. Justo allí, en medio de ese torrente vital que celebra lo visible, la obra concebida por Tata irrumpe.

 

La estructura es una meditación sobre el trauma y la resurrección. De una base de concreto gris, dentada e irregular, emerge una verdad monumental. Desde una perspectiva predefinida, esa "herida abrupta que deja la desaparición" toma forma: la silueta de Armando Narváez. Es una revelación impactante. El rostro del líder político, esculpido con la fuerza de un huracán, emerge de la piedra misma, reclamando su lugar en la plaza pública. Por encima de esta figura pétrea, una escultura de siluetas oscuras asciende, ganando altura y claridad hasta culminar en una paloma blanca, inmaculada, que sostiene una flor en el pico. El arte aquí no solo denuncia, sino que presenta al desaparecido. El muro curvo de ladrillo rojo, cálido y térreo, abraza el espacio, trazando un límite ceremonial que separa el olvido de la presencia.

 

En el centro de gravedad de este conjunto descansa una placa de mármol con una sentencia que desarma cualquier justificación bélica:

 

“La vida no se mata, aunque se difiera entre humanos”.

 

La frase posee la elegancia de una ley física. Al elegir la palabra "humanos", el autor despoja el conflicto de su narrativa pasional y lo traslada al terreno de la razón. La diferencia de pensamiento es un atributo de nuestra especie, no una licencia para su exterminio. La sentencia resuena con la frialdad de un hecho científico y el calor de una súplica ética.

 

Bajo esta premisa universal, un nombre propio ancla la filosofía a la tierra: Armando Narváez.

 

El comerciante y líder que desafiaba el consenso no es solo una estadística. Su historia es la encarnación del borrado. Él era el hombre que, un día cualquiera, se dirigió a Guadalupe en su motocicleta Suzuki, azul cielo. La moto, de un color que evoca la ligereza y la libertad del horizonte, se convierte en el último rastro tangible. Desapareció, como si nada, para no volver.

 

La articulación de la obra es virtuosa. La frase nos dice que la vida es sagrada; el nombre de Armando nos recuerda que esa ley fue violada; y la imagen de su partida en un vehículo azul cielo subraya la brutalidad de un crimen que se ejecuta contra la misma posibilidad de la paz. Pero la obra va más allá: no solo recordamos a Narváez, lo vemos emerger, perfilado, de la piedra que intentó borrarlo. Su memoria y la de todos los desaparecidos persisten, inscritas y visibles para siempre en el corazón del Valle de Laboyos.

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