La subteniente María Mora habría sido objeto de reclamos por parte de capitán Pablo Masmela, quien en un aparente ataque de celos le disparo, y luego se autoeliminó.
Hoy
Colombia se estremece con una historia más de la violencia de género, que en
esta ocasión cobro la vida de una pareja de uniformados, todo por la
intolerancia, la falta de diálogo y la resolución pacifica de conflictos.
Por Rodrigo Rojas Garzón
Periodista Huila Hoy
prensarodrigorojasg@gmail.com
El
Cantón Norte se erige sobre la carrera Séptima con calle 106 como una fortaleza
inexpugnable, un bastión de seguridad donde el ruido caótico de Bogotá D.C. suele
disolverse entre muros de concreto y garitas de vigilancia. Sin embargo, la
noche de este miércoles 26 de noviembre, la calma de la guarnición militar más
importante de la capital se rompió desde adentro. No fue un ataque enemigo ni
una incursión subversiva; la amenaza dormía en casa.
Bajo
la llovizna fría que cubría el nororiente de la ciudad, el estruendo seco de
los disparos resonó con una fatalidad irreversible. Dentro de un vehículo gris,
estacionado en los predios de la Escuela de Infantería, dos vidas se apagaron y
una historia de obsesión y tragedia se selló con sangre: la del capitán Pablo
Masmela y el subteniente María Mora.
La
subteniente María Mora había llegado a Bogotá con la ilusión de una noche
distinta. Lejos del rigor del fuerte militar de Tolemaida, en Melgar, donde
adelantaba su reentrenamiento, había solicitado un permiso especial. Su destino
era el Movistar Arena; la banda sonora de su noche debía ser la de un famoso
reguetonero que hacía vibrar la ciudad.
Mora
arribó al Cantón Norte inicialmente para encontrarse con una amiga, también
oficial, su compañera de plan para el concierto. Pero el destino tenía una
emboscada preparada. Según fuentes confidenciales, Mora no llegó sola al
complejo militar; lo hizo acompañada por otro subteniente. Esta presencia
masculina habría sido el detonante de una furia incontenible en el capitán
Pablo Masmela, contra su expareja sentimental.
Imágenes
que ahora forman parte del acervo probatorio muestran a Masmela y Mora minutos
antes del desenlace, bajando unas escaleras. No hay sonrisas. El lenguaje
corporal es un grito silencioso: miradas divergentes, distantes, rostros tensos
que presagiaban la tormenta.
Lo
que ocurrió después es materia de una dolorosa reconstrucción forense. Se sabe
que ambos, junto a un tercer oficial que presenció el horror desde el interior
del automotor, abordaron un vehículo particular de color gris.
Allí,
en el confinamiento de la cabina, la discusión escaló. La hipótesis principal,
respaldada por la posición de los cuerpos y la balística preliminar, apunta a
un feminicidio seguido de suicidio. El capitán Masmela, incapaz de gestionar el
final de la relación y cegado presuntamente por los celos ante la llegada de
Mora con otro oficial, habría desenfundado su arma de dotación.
Primero,
el fuego contra ella. Luego, el cañón contra sí mismo.
Minutos
después de las detonaciones, la reacción de la guardia fue inmediata pero
inútil. Al acercarse al vehículo, encontraron la escena dantesca: dos oficiales
del Ejército Nacional, promesas de la institución, yacían sin vida. El tercer
ocupante, testigo mudo y clave de la tragedia, es ahora la pieza fundamental
que la Fiscalía y la Justicia Penal Militar interrogan para esclarecer la
mecánica exacta de la muerte.
Para entender la magnitud de la pérdida, es necesario mirar quiénes eran los protagonistas de esta tragedia antes de que sonaran los disparos.
María
Mora era una oficial joven, disciplinada y con proyección. En el momento de su
muerte, se encontraba en una fase crucial de su carrera: el reentrenamiento en
Tolemaida, la cuna de la mística militar en Colombia. Sus compañeros la
describen como una mujer decidida, que buscaba equilibrar la dureza de la vida
castrense con los espacios de esparcimiento propios de su juventud.
Sin embargo, detrás del uniforme camuflado, María vivía con miedo. La Procuraduría General de la Nación ha revelado un detalle estremecedor que hoy causa indignación: al parecer, la subteniente ya había alertado a sus superiores sobre las amenazas que recibía de su expareja. Su muerte no fue un hecho aislado, sino la crónica de un desenlace anunciado que, presuntamente, el sistema no supo o no quiso detener. Ella buscaba una noche de música en el Movistar Arena y encontró la muerte en el lugar donde debía estar más segura.
El
capitán Pablo Masmela era un hombre de jerarquía. Se encontraba en plena
Escuela de Infantería, cursando sus estudios para ascender al rango de Mayor.
En la estructura militar, estaba en un punto de inflexión profesional, a un
paso de asumir mayores comandos y responsabilidades.
A
los ojos de la institución, era un oficial en ascenso; en la intimidad, se
perfilaba como un hombre incapaz de aceptar el "no" de una ruptura.
Su perfil psicológico será ahora objeto de estudio, pero los hechos sugieren
una personalidad posesiva que antepuso sus "razones personales" —como
eufemísticamente calificó el Ejército el incidente— al honor y al respeto por
la vida. Pasó de ser un aspirante a la oficialidad superior a convertirse,
según las primeras hipótesis, en el verdugo de la mujer que alguna vez dijo
amar.
El
Ejército Nacional emitió un comunicado teñido de pesar, confirmando el deceso y
activando los protocolos con la Policía Nacional y el CTI. "Un suceso que
enluta a nuestra institución", rezaba el texto, prometiendo colaboración
armónica con las autoridades.
No
obstante, la tristeza ha dado paso rápidamente al escrutinio. La Procuraduría
ha ordenado la apertura de una indagación disciplinaria. La pregunta que flota
en el aire frío de Bogotá es lacerante: Si María Mora había denunciado
amenazas, ¿hubo omisión por parte de los mandos? ¿Se pudo evitar que el capitán
Masmela tuviera acceso a ella esa noche?
Mientras el Cantón Norte intenta recuperar su hermética normalidad, las familias de Mora y Masmela preparan las exequias. Cumplido los exámenes médico-legales, dos ataúdes saldrán de la guarnición, cargando en medio de honores no solo los cuerpos de dos oficiales, sino el peso de una violencia de género que no respeta profesiones ni estratos sociales.




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