Ya trajimos el cuerpo de Laureano
La
memoria de la violencia por el conflicto armado está por escribir en
Pitalito. La década de los ochenta en el
Valle de Laboyos está signada por eventos históricos de guerra como la toma de
la emisora Radio Sur por el M-19; la creación del Frente 13 Cacica Gaitana de
las FARC; la aparición del ELN, la UP, secuestros, cobro de vacunas y
asesinatos.
POR HUGO MAURICIO FERNÁNDEZ BARÓN
La noche estaba tan fría que el viento cortaba
como un cuchillo afilado. El cadáver de Laureano, hinchado y repulsivo, parecía
un envoltorio de excrecencias tumbado por el suelo. Allí había permanecido
durante tres días. Ningún vecino había sido capaz de acercarse hasta el lugar y
no era por la fetidez. Todos escucharon y no dijeron nada. El miedo los
paralizó. La sentencia de los verdugos había sido clara: aquel que se atreviera
a intentar hacer algo por el despojo de Laureano, correría la misma suerte. Por
eso en la vereda Bella Vista de Pitalito, nadie fue capaz de enfrentar la
amenaza de los paramilitares.
Esta hora
tan oscura
Esa noche de frialdades, contra todos los
peligros que significaba llegar hasta la loma de Bella Vista a rescatar los
restos mortales de Laureano, tres de sus viejos compañeros emprendieron la
odisea. A Pitalito, la noticia de la muerte de Laureano Apache llegó
silenciosa. Alguien buscó al único concejal del M-19 del municipio y le dio la
noticia al oído. Luego de escuchar con atención, Emiro Bravo, ex combatiente
que entregó los fierros en la paz de Virgilio Barco y fue elegido cabildante al
Concejo Municipal de Pitalito un año después de la Constituyente, buscó a sus
antiguos camaradas: el ex policía Hernando Puentes y el profe Guillermo Navia.
“Hay que recuperar el cuerpo del ‘Indio’”, les dijo.
Los tres hombres, antes de arrojarse en un
campero hacia los cerros de Bella Vista, liderados por el concejal, fueron
hasta la estación de Policía y luego al Batallón a buscar una ayuda que fue
infructuosa. “La zona está caliente y por allá no sube ni la autoridad, mucho
menos a esta hora tan oscura”, fue la única respuesta. Gracias a la pericia del
ex policía, quien se abrió paso al volante por la trocha embarrada, llegaron
con el viento hasta la escuela de la vereda, parquearon el jeep y se bajaron al
trote por una falda de monte que daba hasta el rancho de Laureano, donde el
afiche de campaña de Chalita y el Concejal aún seguían pegados en las tablas.
Al ruido de los pasos que confundieron con los de las botas, los pocos vecinos
que murmuraban sus rezos desde sus ventanas, se silenciaron.
“No teman vecinos, somos amigos de Laureano y
venimos a recuperar su cuerpo para darle digna sepultura en Pitalito”, gritaba
Emiro hacia los cafetales donde las luces solidarias poco a poco se
encendieron. Por su experiencia de vida y de guerra, el concejal teatralizó un
levantamiento, escribió en un papel la forma en como había sido encontrado el
cadáver, hizo un croquis alrededor del bulto y les pidió a los vecinos de la
junta comunal que firmaran el acta. Con la ayuda de dos hombres, improvisaron
una camilla de guadua y costales donde acomodaron el cuerpo que cargaron entre
los cinco hasta la escuela. Con gran esfuerzo lo subieron al capó y lo
amarraron con alambre. La lluvia se desplomó inclemente como una ráfaga de
metralleta.
A pesar del aguacero criminal que convirtió la carretera
en una pista de barro, la velocidad crecía con el silencio. En ese tramo, que
duró toda una vida, quizá los amigos recordaban a Laureano y su paso por el
M-19. Aunque Laureano realmente nunca fue combatiente, ya que su militancia en
el grupo armado se limitaba a llevar remesas y medicamentos, los tres lo
reconocían como un rebelde limpio. Un hombre del campo, sencillo, de buen
carácter, pero consciente de las injusticias de un país que le había dado la
espalda al campo. Un campesino recio, de sonrisa generosa y voz aflautada, que
un buen día de finales de los años ochenta, luego de la toma de Radio Sur en
Pitalito y escuchar por la radio tantas noticias del M-19, decidió sumarse a una lucha que él creía
justa. Hasta que encontró al comandante Roberto y este le dijo que mejor
siguiera allí en el campo, que ahí les servía más.
La guerra
en el Valle de Laboyos
Era la época en que esta guerrilla estaba
iniciando sus diálogos de paz con el gobierno. Sin embargo, en el 89 habían
sido asesinados en Pitalito el médico Miguel Ángel Díaz y otro militante del
M-19 de apellido Zabaleta, quienes fueron arrojados al río Magdalena desde el
mítico salto de Pericongo. Los dos guerrilleros fueron velados frente a las
instalaciones del DAS en Pitalito como símbolo de protesta contra un Estado que
ellos consideraban traidor. Al evento asistió el propio Carlos Pizarro
Leongómez, quien en su discurso arengó contra las fuerzas militares y algunos
políticos de la región que, según él, estaban involucrados en la organización de
grupos paramilitares. Meses después, el 26 de abril de 1990, un sicario le
disparó por la espalda en un avión. El magnicidio de Pizarro fue un designio
aciago para quienes entregaron las armas por luchar a través de la política.
Tres años después, en medio de la implementación de lo acordado, fueron
asesinados tres excombatientes del M-19 en Pitalito.
Al profesor Guillermo Navia, quien fue uno de
los héroes en el rescate del cuerpo de Laureano, lo asesinaron de una puñalada
al corazón. Había salido a comprar unos cigarrillos en el barrio Guaduales y su
cuerpo apareció a la orilla de la quebrada aguadulce. Igual suerte corrió Luis
Eduardo Malpica, también del M-19, quien fue acribillado con 32 balazos y
arrojado a la orilla del río Guarapas en el punto conocido como La Honda. Estos
hechos nos obligan a reflexionar sobre el momento actual que vive Colombia. La
degradación de las instituciones que deben procurar justicia retrata con
crudeza lo que somos como sociedad pero no debemos permitir que la historia se
repita: Un total de 156 líderes sociales y defensores de derechos humanos
fueron asesinados en los últimos catorce meses en Colombia, según informe de la
Defensoría del Pueblo. En Pitalito, la memoria de los últimos cincuenta años
también está manchada de sangre. Necesitamos estudios e investigaciones que se
preocupen por recoger esos relatos y dar cuenta exacta de las víctimas que ha
dejado la guerra en el Valle de Laboyos.
Los
huevos bien puestos
Pero sigamos con Laureano. Su cadáver sobre el
capó del jeep que baja a mil desde la loma de Bella Vista. Un hombre armado
vestido con prendas militares se interpone en el camino. En el interior del
vehículo las maldiciones interrumpen el silencio. Al frenar, uno de los brazos
se zafa del alambre y se aplasta contra el vidrio del parabrisas. “Quiénes son
ustedes”, pregunta el hombre armado. “Mi nombre es Emiro Bravo Muñoz y soy
concejal del M-19 en Pitalito. Nos mataron al compañero y venimos de recuperar
su cuerpo para entregarlo a su familia y darle cristiana sepultura”, explicó.
“Ustedes tienen huevos y los tienen bien puestos. Váyanse ya y no paren porque
si paran se mueren”, dijo el hombre mientras el campero se alejaba raudo hacia
Pitalito.
Al pueblo entraron como alma que lleva el diablo por las calles del barrio Aguablanca y fueron perseguidos por una patrulla de policía hasta llegar frente a la morgue del hospital San Antonio, donde finalmente parquearon entre suspiros, plegarias y madrazos. Aunque los agentes, al parecer ignorantes de la situación, los inquirieron con vehemencia por las condiciones en que llegaban con aquel atado de podredumbre, como ellos mismos lo llamaron, Emiro acalorado, sudoroso, solo atinó a decirles, “llamen a su Mayor y díganle que es de parte mía, el concejal del M-19. Díganle que hicimos el trabajo que ustedes no fueron capaces de hacer. Díganle que ya trajimos el cuerpo de Laureano”.
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