La noche del martes 25 de noviembre fue perturbada en el barrio Las Ferias, en la Calle 13 No 1-07, donde se gestaba una tormenta doméstica que no entendía de horarios ni de razones; una tormenta que terminaría por teñir de sangre y luto a una familia.
El reloj marcaba las 9:00 de la noche cuando Miguel
Antonio Figueroa Gómez, de 55 años, cruzó el umbral de aquella casa. No iba de
visita. En su mente, turbada por antecedentes de inestabilidad psicológica y la
presión de una citación legal, no había espacio para el diálogo. Iba armado. Su
objetivo: Aidé Samudio, la mujer que alguna vez fue su compañera y quien,
buscando protección, lo había demandado ante la Comisaría de Familia.
Se supo después, entre el susurro consternado de
los vecinos y el crudo informe policial, que Miguel Antonio tenía una cita
impostergable con la justicia al día siguiente. Este miércoles debía comparecer
para responder por sus actos previos. Pero el hombre decidió adelantar el
veredicto y convertirse, en un acto de furia ciega, en juez y verdugo.
La discusión estalló como un trueno seco. Los
gritos de reclamo de Miguel Antonio retumbaron en las paredes, acorralando a
Aidé. La tensión escaló en segundos hasta que el metal frío de un arma de fuego
apareció en la escena, apuntando directamente contra la integridad de la mujer.
Fue en ese instante, en esa fracción de segundo
donde la vida se mide por latidos, que Wilinton Figueroa Samudio, de 31 años,
tomó la decisión más valiente y trágica de su existencia.
Wilinton no vio a un padre armado; vio a su madre
en peligro de muerte.
Haciendo honor a un instinto primario de protección, el joven se lanzó a para protegerla. Su cuerpo se convirtió en un escudo humano, interponiéndose entre el cañón y su madre. El estruendo del disparo rompió la noche. El proyectil, destinado a la mujer, encontró su destino en el tórax de Wilinton, su padre, quien un día le dio la vida, también se la arrebató, el joven tras ser impactado se desplomó, pagando con su propia sangre un arrebato de intolerancia, falta de comunicación.
El silencio que siguió al disparo fue,
paradójicamente, más ensordecedor que la detonación. Miguel Antonio, con el
arma aún humeante en la mano, observó la escena. Su hijo yacía herido de muerte,
agonizando en el suelo que tantas veces pisaron juntos.
No hubo huida. No hubo más gritos. Quizás fue el
peso insoportable de la culpa inmediata o la culminación de un plan macabro
preestablecido, pero el hombre de 55 años giró el arma hacia sí mismo. Un
segundo disparo, esta vez en la cabeza, selló su destino. Miguel Antonio cayó
sin vida, a escasos metros del cuerpo de su hijo.
Cuando las autoridades y los equipos de emergencia
arribaron al sitio, la escena era desoladora. Wilinton Figueroa ya no tenía
signos vitales; su sacrificio había sido fatalmente efectivo. Su padre también
había expirado.
Hoy, la Comisaría de Familia de Timaná tiene un
expediente abierto sobre un escritorio, esperando a un hombre que nunca
llegará. En el barrio Las Ferias, los vecinos miran con pesar la casa de la
Calle 13, convertida ahora en un mudo testigo de cómo los demonios de la mente
y la violencia intrafamiliar pueden devorar, en un instante, el futuro de una
familia entera.
Queda el dolor de una madre que sobrevivió gracias
al último aliento de su hijo, y la memoria de una noche en la que el amor
filial fue más fuerte que el miedo, pero no pudo vencer a la muerte.


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